Hay nacimientos que se celebran. Otros que simplemente ocurren. Y después están los que no deberían haber sido posibles.
En el mundo de InuYasha, donde humanos, yōkais e híbridos conviven bajo una lógica flexible aunque reconocible, incluso una criatura como el protagonista –nacido de un daiyōkai y una mujer humana– entra dentro de los márgenes de lo tolerable. Híbrido, sí. Anómalo, quizás. Pero explicable. Nombrable. Su existencia puede trazarse, seguirse hacia atrás en un linaje, en un acto, en una cama.
Naraku, en cambio, es otra cosa.
No hay concepción. No hay parto. No hay madre ni padre. Su origen no responde al cruce de sexos ni al deseo, ni siquiera a la voluntad consciente de ser. Es, más bien, una aglomeración. Una confluencia impura. Una aberración que se configuró a partir de otras formas de vida, otras conciencias, otras violencias. No nació: se ensambló.
Lo suyo no es una mezcla, sino una mezcla que se mezcló mal. Una ruptura biológica. Una trampa dentro del orden natural. Su carne no desciende de una línea; es un pantano donde flotan múltiples sangres sin genealogía clara, como si los residuos de muchos cuerpos, muchas voluntades, muchos odios, hubieran decidido ocupar el mismo espacio y quedarse ahí. Su existencia no es la excepción a una regla: es el rechazo total de la regla.
Entonces, no hubo ni un segundo de inocencia en él.
No hubo llanto de criatura que llega al mundo. No hubo descubrimiento, ni balbuceos, ni aprendizaje. Naraku surge ya sabiendo. Ya sintiendo. Ya odiando. No tuvo que tocar el veneno para entenderlo. No tuvo que probar el miasma para saberse hecho de él. No aprendió el mal como lo haría un niño que juega con fuego. Lo trajo consigo desde el inicio. Es una memoria impuesta en la carne. Una conciencia vieja nacida en un cuerpo nuevo.
En ese sentido, su existencia se asemeja más a una recaída que a un nacimiento. Como si el mundo, en un momento de debilidad, hubiera permitido que un vestigio maldito volviera a escupirse sobre la tierra.
Porque hay algo en él que recuerda sin haber vivido. Que repite sin haber aprendido. Que destruye sin haber sido provocado. Es la pesadilla de lo innombrable: una entidad sin infancia, sin origen claro, sin razón para ser.
Naraku no es un demonio. No del todo. Tampoco es humano. No ya. Lo que es –y esto es lo que más perturba– no cabe en categorías simples. No responde a ninguna de las taxonomías del mundo espiritual o carnal. No tiene linaje que lo justifique, ni especie que lo contenga. Lo que hay en él es una disonancia: un cuerpo prestado que nunca debió ensamblarse, una conciencia que no nació, sino que fue tejida con retazos ajenos.
Naraku es la consecuencia de todo ello. Un trauma con nombre propio.
Así, he concluido algo: probablemente él tenga más linajes en sus venas que todo el árbol genealógico de cualquier daiyōkai que presuma pedigrí desde hace generaciones. Y no es descabellado pensarlo. Su cuerpo no es sólo una amalgama de despojos, sino un archivo viviente. Se supone que al devorar a un yōkai lo asimila por completo. Y eso no solamente implica su cuerpo, sino sus habilidades, su memoria, su estirpe entera.
Naraku es el coleccionista obsceno de todo aquello que otros veneran con devoción. Y no lo hace por respeto. Lo hace porque puede.