Existe una idea incoherente –por no decir francamente absurda– que ronda en ciertos sectores del pensamiento. Se refieren a Onigumo, no por lo que hizo, sino por cómo se veía. Sí, han osado llamarlo antiestético. No por su vileza, no por su deseo malsano hacia una sacerdotisa, sino por su rostro… por lo físico.
¿Y quién, en su sano juicio, esperaría simetría y cutis terso en un hombre que terminó a la parrilla? Las quemaduras de tercer grado no distinguen entre santos ni bastardos. Lo dejan a uno como carne chamuscada, sin importar cuántas veces haya sonreído al espejo antes del incendio.
Por eso es tan mezquino reírse del rostro que lo habitó después, ese amasijo de cicatrices que no nació con él, sino que fue impuesto por el fuego. Porque lo grotesco no es lo que quedó… sino la manera en que algunos lo miran. Al fin y al cabo, sin piel, nadie es una pintura renacentista. Todos somos carne viva y nervios a la intemperie.
Quizás –y sólo quizás– Onigumo, antes del fuego, fue un hombre de facciones atractivas y descaradas. Tal vez por eso, entre tantos rostros robados, Musō eligió ese en particular. Uno que le resultaba familiar, cómodo… incluso nostálgico. Un rostro que podía haber sido el suyo: angelical, pero lleno de cinismo.