Buenas, mis bellas almas oscuras y luminosas.
Con permiso… pero sin pedirlo, vengo a anunciar lo obvio: la nueva admin ha llegado.
Sí, soy yo. Ayer me uní oficialmente y ya formo parte de este selecto universo. Estoy FELIZ –en mayúsculas– de estar aquí, de sumar, de aportar y de hacer brillar como se debe este espacio dedicado a dos joyas incomprendidas: Naraku y Kikyō.
Como entrada ofrezco una pequeñísima reflexión.
#ErämaanViimeinen
━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━━
El lenguaje de Naraku es, ante todo, violencia.
Por más refinado, elegante y absolutamente tranquilo que parezca su discurso, su verdadero idioma –el que habla con el cuerpo, con los actos, con su existencia misma– siempre termina siendo violento. Para Naraku, amar implica morder. Necesita deformar lo que toca para hacerlo suyo, y lo suyo, por definición, debe doler.
No se trata, tampoco, de una violencia simple. En él, toma muchas formas: a veces sutil, envenenada, cautelosa; otras veces directa, cruel, física, devastadora. Pero siempre está. Incluso cuando sonríe, incluso cuando guarda silencio. Y aunque se haya disfrazado, disuelto, reconfigurado o contaminado con otras existencias, la estructura que lo sostiene permanece intacta. Su ser –físico, emocional, mental, y hasta ontológico– está atravesado por ese germen: fue creado desde el deseo impuro de un humano agónico y la materia corrupta de incontables demonios.
Así que no. No es que Naraku elija ser cruel –que lo hace, y con gusto–. Es que, incluso si no quisiera, no sabría ser otra cosa.
De ese modo, cualquier lazo que Naraku construya –sea con un adversario, con una figura tan central como Kikyō, o incluso con un pobre infeliz que simplemente se cruzó en su camino– cargará con la misma impronta: será cruel, conflictivo, insalvable. Porque incluso en su forma más íntima, eso que podría confundirse con afecto arrastra un trasfondo vil, enteramente devorador.
No ofrece abrigo ni despierta ternura. A simple vista, alguien podría objetar: “No, no es amor”, pues no encaja en los moldes conocidos. Pero es que en Naraku, lo auténtico siempre lastima. Todo lo que realmente le nace –sin artificio, sin cálculo– no cura ni sostiene: desgarra.
