Siempre he sentido que Naraku encarna dos facetas opuestas dentro de un mismo hombre.
Para entender mejor esta idea, vale la pena repasar brevemente ciertos arquetipos de villanos o, mejor dicho, de personajes que habitan en esa delgada línea entre la luz y la sombra.
Todo empieza –como muchas otras cosas– con Lord Byron. Más específicamente, con aquel célebre verano en Villa Diodati, Ginebra, donde, en una velada de tormentas y conversaciones sobre lo macabro, él y su círculo de amigos decidieron desafiarse mutuamente a escribir historias de fantasmas. De ese reto nacieron obras que dejarían una huella imborrable en la literatura, entre ellas El Vampiro, de John Polidori.
Esta novela no sólo introdujo el mito vampírico en la cultura occidental, sino que también cimentó un arquetipo que perduraría a lo largo de los siglos: el depredador nocturno que seduce tanto como aterroriza. Polidori, en una movida un tanto descarada, basó a su Lord Ruthven en el propio Byron, dotándolo de magnetismo y un aura de decadencia aristocrática. Así nació el molde del villano romántico: oscuro, seductor, peligroso, hipnotizante, hedonista, posesivo.
Este modelo se replicó y transformó con el paso del tiempo. De Ruthven derivó en Carmilla, en Drácula, en Lestat, y, en cierta forma, en Naraku.
Naraku no es un vampiro, pero comparte con ellos una esencia común: la de una criatura que se alimenta no meramente de la carne, sino de emociones, de miedos, de deseos frustrados. Es la encarnación del peligro que atrae, del mal que se disfraza con una sonrisa, del encanto que oculta una amenaza latente. Como sus predecesores literarios, él no solamente acecha, sino que fascina. En pocas palabras, es un villano byroniano. Ya sea que se desenvuelva en un escenario abiertamente sobrenatural o en un thriller psicológico, mantiene intactas las características esenciales de este arquetipo: es seguro de sí mismo, dominante, manipulador, y, sobre todo, encarna el deseo y la tentación prohibidos. Su presencia no sólo inquieta, sino que también seduce.
Sin embargo, el El Vampiro de Polidori no fue la única obra nacida en Villa Diodati, ni la única que dejó una marca indeleble en el género de terror. Más aún, no fue la única que moldeó un personaje byroniano dentro de la literatura gótica.
Porque ahí, en ese mismo verano de tormentas y relatos macabros, Mary Shelley escribió Frankestein, y en él introdujo un segundo arquetipo, también inspirado en su interpretación de Lord Byron. No obstante, si bien Victor Frankenstein comparte con Ruthven ciertos rasgos –la palidez, el cabello oscuro, el porte melancólico–, entre ellos se extiende un abismo insalvable.
Victor no es un depredador social ni un maestro de la seducción. Es un genio torturado, un hombre consumido por su propio intelecto y sus ambiciones desmedidas. Su mente brillante es su mayor don, pero también la causa de su ruina. Extraño y salvaje, apasionado hasta la obsesión, un inadaptado desde el inicio. Se aísla, incluso cuando está rodeado de otros. No pertenece del todo a ningún lugar, y el mundo, a su vez, nunca llega a comprenderlo por completo. Victor Frankenstein es orgullo y culpa entrelazados en una sola figura. Su historia no es la del hombre que somete y manipula, sino la del hombre que, en su intento de desafiar los límites de lo posible, se condena a sí mismo.
Incluso siglos después, la historia se repite. El hombre más inteligente de la sala nunca es sólo eso. Siempre está atormentado. Siempre carga con una maldición que lo supera, aunque a veces no lo sepa. Y siempre, de una forma u otra, su contraparte es un Monstruo.
Lo vemos una y otra vez en la literatura, en el cine, en la televisión. En los relatos de terror, en los dramas góticos, en las historias de detectives. Cambian los nombres, los contextos, y la esencia permanece. Aparece en Roderick Usher, el noble decadente y enfermo de Poe, en Henry Wilcox, el artista atrapado en pesadillas que no puede comprender en Lovecraft, en Spencer Reid, el genio prodigio de mente brillante y cuerpo frágil en Mentes Criminales.
A diferencia de los descendientes de Ruthven, que ejercen su magnetismo con relativa facilidad, estos personajes están en los márgenes. Son frágiles, a menudo físicamente débiles, más cómodos en la soledad que en la interacción humana. Su intelecto es su refugio, su única certeza en un mundo que perciben de forma distinta al resto. Aunque también es su condena. Viven atrapados en sus propias mentes, con la cordura siempre pendiendo de un hilo, con la sensación de que están viendo algo que los demás no pueden, algo que los corroe desde adentro.
Y, sin embargo, a pesar de sus diferencias, todos ellos llevan la sombra de Lord Byron. No sólo como un vestigio literario, sino como una manifestación de su mito, de su dualidad. Siguen apareciendo, siglo tras siglo, cruzando el tiempo, reescribiéndose en cada historia. En la página, en el teatro, en la pantalla. No importa el medio. Lo importante es que nunca desaparecen.
Así que cuando estos arquetipos vuelven a encontrarse en InuYasha, cuando la figura de Naraku emerge entre las sombras, la sorpresa no es que encaje en este linaje, sino que lo haga con una perfección casi aterradora.
Francamente, me vuelve loca.
Porque hay algo en Naraku que recuerda a Frankenstein. O a su monstruo.
Es él también una criatura construida a partir de fragmentos rotos. Un ensamblaje de mentes, de deseos, de odios ajenos. No es un vampiro, no es un detective, no es un poeta romántico consumido por su propio genio, aunque de alguna manera es todas esas cosas a la vez. Lleva en sí la sombra del seductor implacable y del genio trágico. Es un depredador y también un paria. Se esconde tras una máscara de control absoluto, pero su existencia misma es la prueba de una lucha interna constante.
En un nivel doylista, me pregunto si esto influye en la forma en que lo percibimos. Si, de manera subconsciente, lo vemos con la sonrisa de Ruthven o con la de Byron. Si la tragedia de Frankenstein resuena en su propia historia, si su rastro se extiende hasta él, aunque no sea una criatura de carne reanimada.
¿Naraku pertenece a esta genealogía?
¿Cuánto de esto es real?
¿Cuánto es ficción?
¿Cuánto se pierde en la interpretación?
¿Cuánto se recuerda realmente?
Y, más inquietante aún: ¿cuánto nos conoce una persona? No en la superficie, no en lo evidente, sino en la esencia. Porque si incluso dos de los amigos más cercanos de Byron vieron en él a dos personas completamente diferentes, ¿qué nos dice eso sobre la percepción?
¿Cuánto vemos realmente de alguien?
¿Cuánto de lo que creemos conocer no es más que nuestra propia interpretación?
No lo sé.
Nunca lo sabremos.
Una obra cautivadora, cortesía de @火_羲.
#𝑩𝒐𝒐𝒈𝒊𝒆_𝑾𝒐𝒐𝒈𝒊𝒆_𝑾𝒖